jueves, 30 de octubre de 2014

Presente (III)




     



Al regresar del recital de Dylan, leo de nuevo ese primer fragmento del cuaderno de tapas marrones que me regaló al despedirse, y la fecha del uno de abril del 67 pone mi vida en perspectiva. La intuición se inflama en un fogonazo a cuya luz reconozco algo que me entristece.

     A lo largo de los años he ido siguiendo de cerca su carrera, he asistido a muchos de sus conciertos, he viajado por varios continentes al compás de sus giras, siempre con la rémora de estar escribiendo otros libros sin haber llegado a afrontar aquel que me esperaba germinando en la oscuridad de una maleta. Sin embargo, sólo ahora, después de haberle visto y escuchado sobrevolar la relativa frialdad de un escenario centroeuropeo en su actuación de esta noche, después de que su armónica me conmoviera como nunca antes -no más, sí distinto-; sólo ahora, cuando la idea de otra forma de despedida se superpone a la de aquélla vivida ante la puerta de mi caravana, multiplicando la gratitud sentida por aquel regalo escrito; sólo ahora, asumo escribir esto, atreverme a amalgamar sus textos con los míos, a tamizarlos con un catálogo de canciones-historias de adiós comenzado en el 67 y engrosado con los años.

      Decido recrear conversaciones y ambientes e inventarme una verdad de días felices asistiendo al prodigio que aquellos del verano del 67 propiciaron tantas tardes en un sótano, desde el que cuatro músicos cómplices miraban con impaciencia a Dylan en la escalera, subiéndola o bajándola, sentado a veces en un peldaño -la cabeza ladeada, un lápiz en una mano y un folio mecanografiado en la otra-, sabiendo que estaban compartiendo un tesoro.


martes, 28 de octubre de 2014

Back Pages - Cuaderno marrón (a) : 1.4.1967






El montaje de la película va progresando.
Será un documento para comer.
Por las mañanas,
discutir con Howard y Robbie qué significa eso
nos puede llevar horas.

Por las tardes, toco.
A veces Maria me acompaña con su pandero color chocolate;
a veces Jesee se me queda dormido junto al amplificador;
a veces Sara nos mira, acariciando su vientre redondo como una luna.

Pruebo acordes para poner a prueba mi voz.
Mi voz ahora, sin que nadie la escuche.
Manchester + la Triumph muriendo en Striebel Road
[defenderse atacando, luego desaparecer].
Sólo yo puedo oír eso, nadie más podría cantar desde ahí.
La oigo -mi voz-,
me escucho -algo ha cambiado, y no-.
¿Qué era diferente con la banda alrededor?
¿Cómo sería escucharnos juntos ahora?

Rick me ha contado que a ratos se aburren.
Howard los necesita cada vez menos,
dice que ya hemos rodado suficiente material
y que ahora debemos concentrarnos en el montaje
del documento comestible.

Tenemos tiempo.
Todos lo tenemos, y yo tengo además
ganas de volverme a escuchar rodeado.
Quiero saber qué ha cambiado, o si no.

Les voy a pedir que de vez en cuando
vengan a casa a tocar por las noches,
después de haber acostado a los niños.

En el Salón Rojo hay espacio,
cuatro y veinte ventanas,
un mueble bar
y un par de enchufes para lo que surja.
Se van a alegrar.

Hay una forma de echarse de menos
que consiste en querer saber
qué seríamos ahora (¿qué volveríamos a ser?)
junto a quienes una vez fueron parte de nosotros.

Mañana es domingo, buen día para empezar.

jueves, 23 de octubre de 2014

Presente (II)




Yo me había instalado en aquella caravana poco antes de comenzar la primavera del 67. La suerte y la buena relación con la propietaria de la casa -la misma señora simpática y confiada que le habló de ella a Rick mientras Richard y él todavía vivían en el motel de Woodstock, también de su propiedad, y que acabó por alquilársela- me permitieron asentarme a la sombra de Big Pink, en su parte trasera, cuando todavía no se llamaba así ni de ninguna otra forma, porque su nombre es su propia historia y ésta justo empezaba a escribirse por aquellos días. Mi intención -no conocida por nadie- era comenzar a redactar la biografía de Dylan, para la que llevaba un par de años recopilando materiales. Quería, además, hacerme con otros nuevos, actuales, para escribir sobre su vida durante ese período tan efervescente por aquel territorio de Woodstock y alrededores respecto al que él parecía estar ubicándose voluntariamente al margen.

     Fui acumulando esos materiales -intercalados con gran profusión de reflexiones personales y apuntes impresionistas, a veces banales, sobre la cotidianidad de aquella isla rosa en las montañas Catskill- en un cuaderno enorme cuyo contenido nunca llegaría a publicar, ya que poco después decidí terminar el primer volumen de la biografía con la fecha del accidente, julio del 66, y desde entonces todavía no he sido capaz de completar los siguientes. Durante décadas, ese voluminoso cuaderno -y también otro más pequeño, de tapa blanda, mezcla de diario y bitácora, en el que fueron surgiendo algunas historias sobre despedidas- compartió con el cuaderno marrón de Dylan la estrechez de una maleta exiliada en un desván húmedo y sin ventanas. Los guardé juntos -su regalo, mi memoria y el dolor de los adioses incompletos, los tres relictos del 67-, y con el paso del tiempo fueron brotando entre ellos tallos y raíces que los conectaron, que sin que yo llegara a saberlo de forma consciente los iban convirtiendo en ramas convergentes en un mismo tronco, mientras mi vida se iba desviando por derroteros que poco o nada tenían que ver con los sueños e ideales de quien durante el „verano del amor“ había ocupado aquella caravana para estar cerca de Dylan, el personaje que impulsaba muchos de ellos.

sábado, 18 de octubre de 2014

Caravana (2)



      

     Cuando su coche desaparece tras los árboles del camino, entro en la caravana y me preparo el desayuno, mientras observo el cuaderno cerrado sobre la mesa. Intento retardar el momento de comenzar la lectura, paladeando la incertidumbre sobre cuál pueda ser su contenido. No quiero hacer hipótesis, sólo contemplar sus dimensiones, su raro color, las marcas que el uso ha dejado grabadas en su portada y en sus esquinas. Mediada la segunda taza de café, abro las tapas marrones con manos temblorosas. En la primera página hay un dibujo: dos figuras de esquemática silueta gritan a ambos lados de una rueda con forma de estrella; otra figura, que aparece de espaldas, observa la escena y lanza una exclamación de sorpresa. Ningún comentario que aporte una pista, sólo algunos trazos de una simplicidad casi infantil subrayada por el empleo de tres globos de viñeta dibujados con prisa. Comienzo a pasar hojas y descubro que se trata de un cuaderno de notas, algunas de ellas encabezadas con fechas que comienzan en abril del 67, aproximadamente un mes después de que yo empezara a escribir en esta caravana los primeros capítulos de la biografía, las anotaciones diarias sobre la vida en [o detrás de] Big Pink y algunos apuntes para las historias sobre las despedidas. Me gusta su caligrafía, es lo primero que constato, y enseguida comprendo hasta qué punto me intriga y me inquieta conocer el contenido de estas páginas.
  
      Salgo a pasear hasta el arroyo, confiando en que el aire fresco consiga ahuyentar esta desazón. El cuaderno queda sobre mi cama. Sonrío al darme cuenta de que es casi del mismo color que la manta, sólo un poco más clara que la tinta empleada por Dylan en su escritura.





miércoles, 15 de octubre de 2014

Presente (I)



   


Nunca he vuelto a tenerlo tan cerca, nunca más conseguí hablar con él. Cuando publiqué el primer volumen de la biografía, uno de sus agentes me hizo saber que no le había desagradado, sin más. Esa escena de adiós en la parte de atrás de aquella casa rosa que acogió el mayor milagro del verano del 67 me ha acompañado durante toda mi vida como parte de la película de un sueño, como el sueño de una película que se cierra con una despedida perfecta. Había estado dándole vueltas a esa idea durante alguna de las noches en vela pasadas en la caravana, a veces hablando con Richard y a veces escribiendo historias brevísimas sobre distintas facetas del adiós -desde la desaparición hasta la ausencia, pasando por el olvido y aledaños- sin lograr más que anotar un repertorio exiguo de despedidas incompletas que iría ampliando con el paso de los años y -entonces no podía aún saberlo- la tenacidad de las pérdidas.

La manera que él eligió aquella mañana para saludarme al marchar mostraba que sí cabía la perfección en el acto de alejarse, y en un doble sentido: porque habría de ser definitivo y porque su despedida, cerrando aquella película onírica, había puesto en mis manos un regalo que me abría la puerta a inventar otra, otras, y yo sabría qué hacer con él -había dicho-.

Dylan estaba seguro.


sábado, 11 de octubre de 2014

Caravana (1)





- Vengo a despedirme, Nar. Me marcho a Nashville y supongo que no te encontraré al regresar, ya va haciendo frío para seguir durmiendo aquí fuera.

Me lo dice desde la escalera de mi caravana, el pie derecho en el tercer peldaño, el codo sobre la rodilla, la mano acariciando el ala del sombrero. No acepta entrar, tiene prisa, quiere compartir algo.

- Bueno, hemos hablado bastante durante estas últimas semanas, ¿no?, y tu presencia se me iba haciendo cada vez menos cuestionable. Al principio no me gustó tenerte aquí, ya lo sabes, y cuando descubrí tus motivos para merodear por Big Pink a punto estuve de echarte. Pero para cuando llegué a entenderlos ya te habías ganado mi respeto. Quédate con él y con esto.

Del bolsillo de la chaqueta saca un cuaderno de tapas marrones, me lo tiende con la mano izquierda y con media sonrisa.

- Tú sabrás qué hacer con él, seguro, los que escribimos somos expertos en reciclaje.

Levanta mínimamente su sombrero inclinando a la derecha la cabeza y se da media vuelta. Se está yendo, y la velocidad de las imágenes se ralentiza. Al comenzar a descender la pequeña cuesta le oigo decir:

- ¡Suerte!

Dylan se ha ido.