viernes, 4 de marzo de 2016

Caravana (16) Julio 1967

   
      Dylan viene acercándose a la caravana con su caminar ladeante, la mano derecha en el bolsillo trasero del pantalón, un periódico enrollado en la izquierda. Lo levanta en señal de saludo, al que Rick responde con un gesto similar y yo con un „buenos días“ rematado por una propuesta que pretende disimular mi azoramiento:

   - ¿A alguien le apetece café?

    Rick no tiene tiempo, explica con una despedida apresurada que me deja a solas frente a mi propio reflejo en los cristales negros tras los que Dylan sigue ocultando sus ojos. Su voz rompe el conjuro:

    - Que sea bien fuerte.

    Entro en la caravana, él se queda en las escaleras y enciende un cigarro. Mientras lavo mis dos mejores tazas, le ofrezco pasar y sentarse a la mesa. Se coloca de espaldas a la ventana grande, deja las gafas junto al cenicero y, en silencio, observa el desorden que resume mi espacio vital. Yo me demoro preparando el café para que el ruido del molinillo me exima de tener que decir no-tengo-ni-idea-qué. Cuando cesa el estruendo, es Dylan quien comienza a hablar.

    - Cinco guitarras a la vista, no está mal para un sitio tan pequeño. ¿Dónde tienes la Ibanez que bajaste al sótano el otro día?
    - En esa funda granate, sácala si quieres.

    Mientras va tanteando el instrumento, pongo el café al fuego y me dedico a rebuscar por los estantes con la esperanza de encontrar algo de azúcar y de no ser yo quien tenga que abrir el turno de palabra. Se me acaban las excusas cuando el café está listo para servir y Dylan deja la guitarra para volver a encender un cigarro.

    - Suena bien, ¿verdad? ¿Qué era eso que estabas tocando?
    - Te lo diré después de que tú me hayas contado quién eres y qué estás haciendo aquí.

    Dylan a quemarropa. Mi historia cuarteada en viñetas en blanco y negro. Música con brea y olor de algas. Sinopsis, sinestesias, sinrazones. Tiempo detenido.

    Cuando dejo de hablar, me doy cuenta de que estoy de pie junto a la puerta; él ha terminado su taza de café y se está tomando la mía, olvidada sobre la mesa. Como único comentario a mi relato, enarca las cejas y, mientras apaga un último cigarro en el cenicero casi lleno, dispara de nuevo por sorpresa:

    - ¿Qué es eso que tienes colgado junto al espejo?

    Vuelvo la cabeza y, junto a mi imagen reflejada, veo la que ha despertado su curiosidad: una postal de 10x15, oscura y luminosa a partes iguales. La desclavo y se la tiendo.

    - Es el Cristo de Velázquez. Lo estuve viendo en el Prado, en mi último viaje a Madrid.
    - Esa inscripción de la cruz … ¿Puedo quedármelo?

    Sin esperar la respuesta, se levanta apresuradamente, poniéndose las gafas.

    - Gracias por todo. Ya hablaremos, ahora tengo que irme.

    Baja de un salto las escaleras de la caravana y unos metros más allá, de espaldas, dice adiós agitando la mano izquierda.

    - Lo que tocaba antes era de Josh White. Tráete la Ibanez al sótano esta tarde -le escucho decir.

    Frente a la entrada, sobre la hierba, ha quedado tirado el periódico con el que saludó al llegar. Las páginas removidas por el viento resuenan como hélices. En su giro, un titular: 
 
Sensacional  hallazgo  en  Tulsa “.
 
 
 
 
 
 

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